viernes, 3 de septiembre de 2010

La moneda de Muqattam Parte II

Yorgos era un poderoso mercader que se dedicaba al comercio de embarcaciones. Fabricaba navíos de todo tipo y los vendía a los grandes pescadores de la región. Un buen día, por una de sus tantas naves, alguien le pagó con la moneda mágica. Yorgos se puso muy contento porque cuando le encargaron el trabajo, había desconfiado de que fuesen a pagarle. Su desconfianza se basaba en el aspecto del cliente. Era una persona baja, de tez trigueña y ojos claros. Sus manos y cara, maltratadas por el tiempo, terminaban por dar un aspecto muy distinto del que Yorgos estaba acostumbrado a ver entre su clientela. Pero ahí estaba, y acababa de pagarle en el tiempo y la forma acordada.
En cuanto Yorgos tomó contacto con la moneda, empezó a ver de inmediato el futuro de la persona que acababa de entregársela.
La persona estrecha la mano de Yorgos, se aleja y se va. Camina por horas bajo un sol muy fuerte y con ropa que no le permite protegerse. Más que ropa, parecen trapos que bien ordenados sobre su cuerpo, lo tapan casi todo, dejando sólo algunos lugares a ser irremediablemente castigados por el sol. Luego de un día completo de caminata se avizora una pequeña aldea. Las casas no son más de unas cincuenta y son de adobe y paja. Sin puertas ni ventanas, y sólo con unas pocas cortinas, intentan frenar el calor y la tierra que habitan la zona. El lugar luce triste y desolado. Poco a poco, el campesino se va internando en la aldea hasta llegar a una de las casas. Si bien no era la más humilde de las cincuenta, tampoco era la mejor.
Al llegar a su casa, el campesino habla con su mujer y le dice:
-Querida mía, he comprado la embarcación con la que tanto soñamos, fruto de haber labrado nuestra tierra por todos estos años. Mañana parto con la tripulación que me acompañará a pescar por los mares del norte.
A la mañana siguiente se embarcaron unas treinta personas. Todas ellas de la misma aldea que el campesino. Tenían varios equipos de trabajo y todos con una función determinada. Se distribuyeron tareas y había incluso equipos de guardia para la noche. Navegaron durante semanas sin pescar nada.
Una noche, los cinco tripulantes encargados de recoger las redes, olvidaron hacerlo. El frío en alta mar calaba los huesos y decidieron entrar a tomar algo fuerte que les diera calor y permitiera renovar las esperanzas ya casi perdidas. Se juntaron en la cocina del barco hasta que el cansancio y la debilidad se apoderaron de ellos y se quedaron dormidos. Tres de ellos no llegaron a levantarse y se durmieron sentados con la cabeza apoyada en la fría mesa metálica de la cocina, mientras que los otros dos, habían buscado posiciones más cómodas y estaban sentados en el piso con las piernas extendidas y la espalda en la pared.
Tenían un mecanismo para que si pescaban algo pudieran enterarse sin subir las redes. En un extremo estaban atadas entre si, y en el otro, confluían a una sola cuerda que se extendía hasta campanas que habían colocado en la popa. Al llenarse, harían golpear un péndulo sobre ellas. Sorprendentemente, empezaron a sonar una tras otra. La bebida hizo que los tripulantes permanecieran dormidos pareciendo sordos hasta que, finalmente, el ruido despertó a uno de ellos y llamó a los otros. Convencidos que el sonido era producto del viento, levantaron las redes para evitar que el resto de la tripulación se enterara que se habían dormido y despertara. Era peligroso dejar las redes sumergidas por la noche porque las ballenas salen a alimentarse y las destrozan.
Estaban absortos y estupefactos. Todas las redes estaban colmadas de peces. Comenzaron a gritar y a despertar al resto. Pescaron toda la noche hasta que en la bodega del barco no entraba un alfiler. Volvieron al puerto al otro día y vendieron toda la carga.
Tal como habían quedado, se embarcaron una vez por cada tripulante, juntaron las ganancias y luego del último viaje se la repartieron en partes iguales. Algunos compraron sus propios barcos, otros compraron tierras y agrandaron sus pequeñas fincas, otros simplemente vendieron sus casas y partieron a nuevos rumbos.

El campesino se quedó con el primer barco que había comprado y adquirió uno nuevo que regaló a su hijo mayor.
Las dos embarcaciones volvían una y otra vez llenas de peces. Se vendían muy rápido y a muy buen precio. El campesino te transformó en mercader y compró una finca con animales y cultivos. Rápidamente consiguió una fortuna imposible de generar en menos de cuatro vidas.
Yorgos veía como el campesino se alejaba y no podía creer lo que había visto. Intentó hablar con él para decirle lo que veía, pero cada vez que abría la boca no conseguía emitir sonido alguno.
Aún absorto, giró la moneda y nuevas visiones empezaron a llenarle la cabeza.
Continuará...

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